L-pII.12.1 El ego no es otra cosa
que idolatría; el símbolo de un yo limitado y separado, nacido en un cuerpo,
condenado a sufrir y a que su vida acabe en la muerte. Es la
"voluntad" que ve a la Voluntad de Dios como su enemigo, y que adopta
una forma en que Ésta es negada. El ego es la "prueba" de que la
fuerza es débil y el amor temible, la vida en realidad es la muerte y sólo lo
que se opone a Dios es verdad.
L-pII.12.2 El ego es demente.
Lleno de miedo, cree alzarse más allá de lo Omnipresente, aparte de la
Totalidad y separado de lo Infinito. En su demencia cree también haber vencido
a Dios Mismo. Y desde su terrible autonomía "ve" que la Voluntad de
Dios ha sido destruida. Sueña con el castigo y tiembla ante las figuras de sus
sueños: sus enemigos, que andan tras él queriendo asesinarlo antes de que él
pueda proteger su seguridad atacándolos primero.
L-pII.12.3 El Hijo de Dios no
tiene ego. ¿Qué puede saber él de la locura o de la muerte de Dios, cuando mora
en Él? ¿Qué puede saber de penas o de sufrimientos, cuando vive en una dicha
eterna? ¿Qué puede saber del miedo o del castigo, del pecado o de la
culpabilidad, del odio o del ataque, cuando lo único que le rodea es paz
eterna, por siempre imperturbable y libre de todo conflicto, en la tranquilidad
y silencio más profundos?
L-pII.12.4 Conocer la realidad
significa no ver al ego ni a sus pensamientos, sus obras o actos, sus leyes o
creencias, sus sueños o esperanzas, así como tampoco los planes que tiene para
su propia salvación y el precio que hay que pagar por creer en él. Desde el
punto de vista del sufrimiento, el precio que hay que pagar por tener fe en él es tan inmenso que la ofrenda
que se hace a diario en su tenebroso santuario es la crucifixión del Hijo de
Dios. Y la sangre no puede sino correr ante el altar donde sus enfermizos
seguidores se preparan para morir.
L-pII.12.5 Una sola azucena de perdón, no obstante, puede transformar
la oscuridad en luz y el altar a las
ilusiones en el templo a la Vida Misma. Y la paz se les restituirá para siempre
a las santas mentes que Dios creó como Su Hijo, Su morada, Su dicha y Su amor,
completamente Suyas, y completamente unidas a Él.